Propiedad, café y escapadas: reflexiones de un cocinero en movimiento
En el mundo acelerado en el que vivimos, pocas cosas me sostienen tanto como el sentido de propiedad. Esa voz interna que me impulsa a no quedarme quieto, a no dejar pasar los días sin hacer algo que valga la pena. Aunque a veces quisiera parar, descansar, o simplemente desconectar, mi cabeza —esa loca que nunca se apaga— me recuerda constantemente que aún hay mucho por hacer, mucho que aprender y mucho que mejorar.
Como cocinero, ese impulso se vuelve aún más fuerte. Porque la cocina es ritmo, urgencia y creación constante. Y también es sacrificio. Las jornadas de ocho horas rara vez existen. Lo habitual son las de doce. A veces quince. Incluso diecisiete. Lo sé porque las he vivido. Y aún así, siento que no basta, que el día no me alcanza.
Es allí donde aparece el verdadero desafío: organizarse, priorizar, delegar. Entender que no todo puede hacerse en un solo día, y que es mejor enfocarse en lo esencial. Aprender a decir: “esto no puedo hacerlo ahora, esto lo delego, esto puede esperar”. Y no por flojera, sino por salud mental, por eficiencia y, sobre todo, por sostenibilidad.
Mi combustible, lo admito, es el café. Más de una taza al día. A veces cinco. Lo que empezó como una afición por probar diferentes tipos y métodos, se ha convertido en parte fundamental de mi jornada. Un pequeño ritual que me centra, me acelera y me conecta con ese mundo tan complejo y fascinante que es la cocina. Y estoy seguro de que no soy el único.
¿Quién en este gremio no ha dicho alguna vez: “estoy agotado, necesito un café”?
Ahora es verano en España. Una época en la que muchos piensan en vacaciones, en desconectar, en irse a la playa o a la montaña. Pero quienes trabajamos en hostelería —en restaurantes, hoteles, bares o cafeterías— sabemos que este no suele ser nuestro momento de descanso. Es, más bien, temporada alta. Las vacaciones completas de 30 días no son la norma para nosotros. Lo que hacemos es aprovechar esos pequeños huecos, esos días sueltos, para escaparnos, respirar, recargar.
Y es justamente en esas escapadas donde suelo reconectar conmigo mismo. Lejos del bullicio de los servicios, sin comandas ni tickets ni mise en place, me doy el tiempo para escribir, meditar, planificar. No hablo de planes a largo plazo —el mundo está demasiado cambiante para eso—, pero sí de objetivos cercanos, proyectos posibles, pequeños pasos que me permitan seguir creciendo.
Hoy, de hecho, escribo estas líneas desde un viaje. No estoy en Madrid, estoy en el País Vasco; no estoy en mi rutina, estoy en el lugar donde siempre me sentí a gusto aunque aya estado fuera de el. Y eso me permite ver todo con más claridad. Salir del status quo, probar nuevas culturas, inspirarme, llenarme de ideas frescas para mi trabajo.
Y sobre todo, encontrar calma, reencontrarme con ese niño interior que un día soñó con ser cocinero.
Porque, al final del día, se trata de eso: de mantener viva la pasión, sin dejar que el cansancio la apague. De trabajar con sentido, con propósito. De saber cuándo correr y cuándo parar.
¿Cuándo fue la última vez que desconectaste de todo para escucharte de verdad?